martes, 31 de enero de 2012

Primer capítulo de "El plantador de tabaco" de John Barth





Presentación del poeta, diferenciándolo de sus semejantes 


En los años finales del siglo XVII había entre los juerguistas y petimetres que frecuentaban los cafés londinenses un individuo delgaducho y zanquilargo llamado Ebenezer Cooke, con más ambición que talento y, sin embargo, más talento que prudencia, el cual, al igual que sus compañeros de juerga, que en teoría estaban educándose en Oxford o Cambridge, encontraba en los sonidos de la Madre Lengua Inglesa más un motivo de juerga y diversión que algo con sentido, con lo que se puede trabajar y, en consecuencia, en lugar de entregarse a los sinsabores de la erudición, el tal Ebenezer aprendió el arte de versificar, dando en desgranar, conforme a la moda de entonces, cuadernillos de pareados plagados de Joves y Júpiteres espumeantes, entre el estruendo de las rimas estridentes y símiles que de tanto tensar la cuerda a punto estaban de romperla. 

Como poeta, el tal Ebenezer no era ni mejor ni peor que sus colegas, ninguno de los cuales dejó tras de sí nada más noble que su misma posteridad; pero había cuatro cosas que lo distinguían de los otros. La primera era su aspecto: de pelo y ojos claros, huesudo, los pómulos hundidos, levantaba —más bien al sesgo— ocho o nueve palmos2 del suelo. Sus ropas eran de buen material, bien confecciona­das, mas pendían de su esqueleto cual velas orzadas de al­tos palos. Hombre garza, de patas flacas y pico largo, cami­naba y se sentaba con pose descoyuntada; su porte mismo era una sorpresa angulosa, cada uno de sus gestos una semiagitación. Su rostro era, además, desconcertante, como si los rasgos no encajaran: el pico de garza, la frente de pe­rro lobo, la barbilla puntiaguda, la mandíbula descarnada, los ojos de un azul aguado y las cejas rubias y huesudas; te­nía cada uno de dichos elementos voluntad propia; mo­víanse como les venía en gana, adoptando extrañas postu­ras que la mitad de las veces no guardaban relación alguna con lo que en un momento dado se pudiera suponer era el estado de ánimo de Ebenezer. Y, tales configuraciones te­nían una vida corta ya que, ai igual que ocurre con los in­quietos patos silvestres, sus facciones no bien se habían aposentado cuando ¡tris! levantaban de repente el vuelo y ¡tras! venga a revolotear, y no había ser humano capaz de decir lo que ocultaban. 

La segunda era su edad: en tanto que la mayor parte de sus colegas apenas rebasaba la veintena, Ebenezer, en la época que corresponde a este capítulo, frisaba los treinta, no teniendo sin embargo ni un ápice más de juicio que ellos, que tenían la disculpa de ser seis o siete años más jó­venes. 

La tercera era su origen: Ebenezer era norteamericano de nacimiento, aunque no había visto el lugar donde na­ciera desde la más temprana infancia. Su padre, Andrew Cooke segundo, de la parroquia de Saint Giles in the Fields, condado de Middlesex (un viejo libertino de cara rojiza, piel blancuzca, voz estentórea, mirada vidriosa y li­siado de un brazo) pasó su juventud en Maryland, ejercien­do de agente comercial al servicio de un fabricante inglés, al igual que hiciera su padre antes que él, y como tenía buen ojo para las mercancías y aún mejor para los hombres a la edad de treinta años añadió al patrimonio de los Cooke unos mil acres de buenos bosques y tierra arable, a orillas del río Choptank. Al emplazamiento de aquellas tierras lo llamó Puntal de Cooke, y a la pequeña casa solariega que allí erigió, Malden. Se casó ya entrado en años y dio a luz hijos gemelos, Ebenezer y su hermana, Anna, cuya madre (como si una fundición de hierro excesiva hubiera resquebrajado el molde) murió al alumbrarlos. Cuando los gemelos contaban sólo cuatro años de edad, An-drew regresó a Inglaterra, dejando Malden en manos de un capataz, para en lo sucesivo ejercer de comerciante, enviando a las plantaciones a sus propios agentes. Sus negocios prosperaron y los niños estaban bien atendidos. 

La cuarta cosa que distinguía a Ebenezer de sus contertulios de café era el temperamento: aunque ni uno sólo de ellos había sido agraciado con más talento del preciso, todos los amigos de Ebenezer se daban grandes aires cuando estaban juntos, declamando sus versos, denostando a todos los poetas célebres de la época (y a cualesquiera miembros de su propio círculo que por casualidad no estuvieran presentes), alardeando de sus conquistas amorosas y de las inminentes perspectivas de éxito, por lo demás comportándose de un modo tal que, de no ser porque el resto de las mesas del café exhibían círculos de fatuos similares, hubiera resultado de lo más molesto. Pero el propio Ebenezer, si bien su apariencia descartaba por completo la posibilidad de que pasara desapercibido, tenía propensión a la taciturnidad. Era incluso frío. A excepción de algunos infrecuentes estallidos de locuacidad, rara vez tomaba parte en la conversación; antes bien parecía contentarse la mayor parte del tiempo con simplemente contemplar cómo los demás pájaros se acicalaban las plumas. Algunos consideraban tal renuncia como un signo de desdén, y en consecuencia se sentían o intimidados o irritados por ello, según el grado de confianza en sí mismos que tuvieran. Otros lo tomaban por modestia; otros por timidez; otros por despego artístico o filosófico. De haber sido efectivamente síntoma de cualquiera de esas cosas, no habría ningún relato que contar; la verdad, sin embargo, es que el temperamento de nuestro poeta nacía de algo mucho más complicado que justifica el referir su infancia, sus aventuras y por fin su deceso. 

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